La llorería.

 

Antes de hundirme en el infierno
los lictores del dios me permitieron que mirara una rosa.
Esa rosa es ahora mi tormento
en el oscuro reino.

El desierto. Jorge Luis Borges.


Aquí es la llorería. Y se nos Brinda con el tiempo justo, para llorar lo que tengamos que llorar. Algunos hemos llegado muy temprano, esas fueron épocas de sentir que no debíamos de llorar por naderías. No es que las épocas pasen, es que las cosas cambian de nombre. Y otros recién nacieron y ya están aquí. Lo que hace que las historias e histerias sean variadas y las hay muy crueles y las hay muy dolorosas; pero también las hay que son llantos de tanta risa o llantos por no reír. No todos somos amables con todos y es casi normal ¿Quién está llorando y por qué perdió su brazo, como va a entender que alguien allí esté llorando porque perdió a las cartas? Lo bueno que en la llorería no hay castas y llora hasta el más chulo de todos. Te digo, algunos quizá no nos hemos ido… más por no saber a dónde ir que por tener razones de seguir aquí.

Eusebio. Ochenta años. Casado. Con su pensión, con su casita en el campo, con su mujer Grimelda y aquí anda. Quiere poder volver a hacerle el amor a Grimelda, como cuando eran jóvenes. Entonces, al tomarse un licor de hierbas por la tarde, se acuerda de lo que se puede hacer con un poco de locura entre dos cuerpos colmados de energía sexual y juvenil. A Grimelda no le apura nada eso, al contrario. Grimelda no pasa por aquí, nada más que para –algunas tardes, llevarse a Eusebio; pues ella te diría que ahora sí está viviendo el amor como el amor que ella soñaba. Con su viejo, en su casita en el campo, brisas y días soleados, aviones que pasan a lo lejos, la mano callosa de Eusebio por su cara, antes de dormirse juntos. Además sabe las cosas que sufre su esposo, lo conoce de esa manera en la que conocen los grandes, sin miedo a saber lo que ya sabe de Eusebio.

Y no es que todos aquí anhelen cosas del pasado. De hecho, los más son los que lloran por cosas que nunca han tenido. No me caen mal. No tengo razones, para no entender esa insatisfacción; pero son de un tipo al que yo –por mi parte, tampoco tengo tan contentos. Y esa es otra historia. No son pocas las veces que hemos visto que aquí se encuentren entre ellas las razones del llanto de dos, o tres o cuatro, lloradores de lo ajeno… hace unos días unos chicos, muy silenciosos y ya sin muchas ganas, apenas en el sollozo, murmuraban “[…] se empieza riendo y se termina llorando”.

Y a ver, estoy contando la suave. No me gusta el amarillismo y a mí me molestaría enterarme que alguno de los que pasan por aquí, después anduviera contando cosas al respecto de mi condición de llorica. Llorar es cosa de cada uno, por más que aquí lloremos tantos. Por eso este lugar me es tan familiar. Por llorar no paramos, se nos quemó la casa y lo perdimos todo. Se nos fue la vida en ese amor que tan solo, muchos años después comprendimos que a su modo nos correspondía; con lo que podía y tenía. Lloramos porque algo ininteligible dentro de nosotros nos dice que estamos hablando un idioma ininteligible, para los demás. Venir a llorar a La llorería se asemeja a esas travesías por el desierto de las que escribía Paul Bowles. Y si yo estoy aquí, es todo lo elemental, las cosas que siempre hicieron llorar a un hombre reducido a la ficción:

El rostro de Marlon Brando en On the Waterfront. Las columnas en La Catedral de Guadalajara, donde nos recargamos a mirar que no había nadie por las calles. Esas cuatro fotografías de tres amigos que ya no tengo. La sombra de un beso en mi pecho, que las madrugadas del domingo me muerde como una hormiga. El abasto, caminar entre los colores y los olores del abasto, cada vez menos. Y llorar, lo que se dice llorar. El estado ese original por el que tanto se especula y se hace mala literatura, lo hago –como todos, por mí mismo. Siento tanta compasión y reprobación por mí que no puedo más que soltarme a llorar, una y otra vez. Si al menos yo pudiera ver de qué están hechas estas heridas y no las supuestas sino las verdaderas heridas. Entonces, como tantos otros ya hicieron, me tallaría la cara y cosecharía lo que sea que haya crecido al riego de mis lágrimas.

Omar Alej. 



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