Nuestro juego.

 Jack vació la botella de whisky en el fregadero. Empezó a vestirse. Metió la ropa sucia en una bolsa. La enfermedad y el miedo lo hacían temblar y llorar. Veía el cielo azul a través de la ventana, y con el miedo le parecía milagroso que el cielo fuese azul, que las nubes blancas le recordaran la nieve, que desde la acera pudiese oír las agudas voces de los niños gritando: «Soy el rey de la montaña, soy el rey de la montaña, soy el rey de la montaña.»

Canción de amor no correspondido. John Cheever. 

Pic by.- Brillante.

Se diría que el mundo ya está. Inmenso, pequeño, alegre, siniestro, triste, increíble, complejo, ilusorio, desilusión, trampa, condena, imposible, uno solo, millones de ellos o una tumba rotante; pero el mundo ya está. Como cuando el horno timbra porque un pastel está listo… se diría que el mundo ya está.

Y con el mundo así, ya terminado, una pelota rueda, salta y asalta, reviviendo en un juego los más bucólicos reflejos de nosotros sobre el campo: Los que estamos ahí porque el mundo ya está; pero nos sentimos comunes a un futuro rebelde. Si es el mundial o es la guerra, si es la resaca o los restos de pizza, como un corazón de cartón en el centro de un contenedor de basura, lo que nos ha puesto aquí, no cambia nada, es la serpiente en regate a la norma. Seduciendo. En pleno diciembre, el calor va en ascenso y los correspondientes uniformes, copias de los equipos profesionales, traslucen días mejores que ya fueron. No pretendo querer explicar lo que me conmueve de este momento. Quizá es la fragancia, carnitas de cerdo, sol y agua sobre el césped, sudores de ansiedad o la combustión en los motores de las camionetas que van llegando. Uno no sabe lo que mueve la nostalgia y yo sé que he sido adoctrinado en una especie de dogma que desacredita a esta misma nostalgia. Me da igual, apenas me lo planteo. Ni siquiera necesito estar en la lista de los jugadores, me basta con verlos ir juntos al punto penal y probarse. Estando aquí se remueven en mí los recuerdos de mi primera adolescencia. En la vieja calle donde crecimos, esperándonos con los amigos, para irnos al campo de fútbol y buscar regresar marcados por esa voluntad en cada último minuto de partido. Día domingo, como hoy, y como hoy se sentía importante, una respuesta a la intemperie. La sensación de ser parte de un grito silvestre, escuchar los tachones sobre el cemento al marchar y el peso de la mochila en la espalda, fue tan real como los propios partidos lo fueron al iniciarse.

Nuestro juego era en serio y una lección tan profunda como un viaje de vuelta a la tribu. Nos jugábamos la risa, el abrazo, los chistes, la vuelta a casa, el refresco, el sabor de la sed y hasta nuestro sitio a través de los días por venir de la siguiente semana. De nuestro dinero de chicos que no tienen dinero salía el pago del árbitro, el transporte, las credenciales, la apuesta. Ganar catapultaba los brazos de la paz por encima del crimen en el barrio, perder nos hundía en el llanto las piernas y a puro calambre nos sofocaba el regreso. Los silencios más hoscos son cuando crees que -justo a ti- aún en los pies te queda un arranque y te han sacado del pasto sin que pudieras dejarte en el área el aliento con el que has errado un disparo de cara al portero. El mismo toque, una y mil veces repetido en tu análisis privado, sigue siendo tarde sin encontrar su destino. Este es el futbol más limpio que he conocido jamás, profundamente absurdo. No queda un sitio del cuerpo sin polvo y sin dolor. No queda en esa mística esperanza ningún rasgo de sentido.

Siete contra siete en el rectángulo de las picardías y las inocencias. Las músicas revuelan a través de los chorros de manguera llamando al verde. Los tigres del norte, a todo volumen en la bocina, aprovechan la publicidad que les brinda la memoria que dispara el sabor de la cerveza. Una mujer brillo, a modo de tiro directo, casi casi estrella, viene a presenciar con soltura el hondo delirio en el que me llevan las cuatro matracas. Siento que estar solo no es lo que yo siento, siento que yo siento todo ese latido con el que se impulsan a seguir buscando el instante que dura el gol en el ángulo de la portería. Cuando llega es el gol que siempre he sentido mío y de aquellos con jugaron contra mí y para conmigo, uno que después no tiene testigos y llevas adentro contra los dolores de tus dos rodillas. Le temo a morir y le temo al miedo; pero más le temo a que se me olvide lo que pasa aquí.

Cuando los caminos se dan vuelta desencontrados, cuando advirtiendo un nuevo día bombardean las mañanas, cuando el encantador cantante de ilusiones se retira en una sonda hacia el espacio, cuando las protestas contra la policía de la moral condenan a muerte, cuando una bombilla puede más que una intención, cuando el orden desordena lo espontaneo, cuando herir resulta en ti y una caricia resulta en nadie, cuando el duelo es el común dominador de nuestra fe, cuando nos aplasta la censura y nos convence la inquisición, entonces… cuando el mundo ya está, jugamos al futbol. Allá donde podamos trasmitir el origen  a la pelota. Pedimos por aire y al espacio un balón amigo que nos lleve en él hasta el sueño de pedirle al mundo una cosa más que aún no está lista: La libertad.

 

Omar Alej.  



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