Agua número 22.
«Supongo
que hay que seguir.»
Sacó los órganos uno a uno: los riñones, los pulmones.
En el estómago descubrieron un guijarro y un escarabajo no digerido. Breavman
expuso los músculos de las delicadas ancas.
Ambos, operador y espectador, se movían como en trance.
Por último, sacó el corazón, que ya parecía trabajado y viejo, color saliva de
anciano, el primer corazón del mundo.
El juego favorito. Leonard Cohen.
Querido
Danielo.
Voy a probar
a escribirlo sin pensarlo mucho. Ya no somos los mismos de antes. Cuando te
llamo y respondes, cuando me llamas y atiendo, se ponen al teléfono dos que no
son los que somos. Hace unas semanas vi con mi madre una película titulada El
buen patrón. En la película, el personaje principal aplica a las personas el
principio de incertidumbre de Werner Heisenberg. No me perdí la trama al
pensarlo porque las tramas en el cine hace
mucho tiempo que no importan; pero hubo un desliz de abstracción, lo que podría
ser un oxímoron ya que lo abstracto si es sutil es genérico también. El caso es
que entonces, según el guion, mi madre
no era la misma persona alterada por mí que alterada por alguna otra influencia.
Contigo y conmigo pasa lo mismo, nunca podré ser el que he intentado ser contigo
y algo me dice que tú conmigo peleas de otra forma, diferente a la forma en la
que peleas contra el mundo. Si no fueran años, décadas enteras desde que nos
vimos por primera vez, pensaría que lo nuestro fue solo un momento en el cual
todas las posibilidades convergían y ninguna sucedía por un fallo cuántico. Ahora
estás pensando que había dicho que escribiría sin pensarlo mucho y es verdad:
yo no suelo llenar las expectativas y tú no sueles pensar lo que yo creo que
estás pensando. El día de hoy, por ejemplo, además de sobrevivir, no tengo mucho más que
sentir. Si he decidido escribirte es porque Extraña ha intervenido una fotografía
que hice y la imagen final no me deja tranquilo ¿por qué tiene que ver contigo?
No lo sé, hermano, te juro que tan solo lo intuyo. Antes del mar la idea de
unir el agua y la sal era una idea absurda y –estando las cosas como están- ha
conseguido ser un castigo ejemplar. Si de verdad no lo pensara mucho, debería escribir
que te escribo porque es lo que vengo haciendo desde que encontré en escribir
una última oportunidad. El mundo simplemente se olvida de nosotros, no espero
que sepas que decirlo no es un reproche, sé que lo sabes. Son muchas semanas
las que llevo sin beber y me he dado cuenta que lo que uno cree una jugada
maestra pocas veces lo es. Creía saber lo que la gente creía sobre mí. Varias noches
a la semana me iba a acostar y me quedaba mirando a través de la ventana, un
muro de ladrillos; pero eso no me impedía dar por hechos algunas cosas. Yo era
un borracho, un borracho ejemplar, nadie me iba a pedir que dejara de hacerlo
porque beber como yo lo hacía era un arte perdido, una atestiguación de mis espíritus
todos. La sorpresa es que a nadie parece molestarle que no hable balbuceando
citas de toreros muertos o que no me orine encima y tampoco que mis olvidos,
oportunamente, se lleven con ellos todas las mierdas que hice estando borracho.
Por otro lado, a riesgo de que parezca que no tiene nada que ver, ayer fui a
ver a mi ahijado Omar a sus clases de hapkido. El nene tiene seis años y es
todo lo que uno puede pedir de un chico extraordinario de seis años, aprobó su
examen y ya no es más cinta amarilla sino verde. Cuando estaba ahí, he pensado
en ti. Recordé aquellos tiempos, de los que quizá solo tú te acuerdas. Ibas a
ver a tus sobrinos a sus clases de karate y tu ángel protector–de feliz, se te
podía ver por los ojos. No me hubiera dado cuenta si alguien me lo hubiese
dicho; pero la vida iba a una velocidad sin ningún tipo de atino. No lo habría podido
distinguir porque estaba siendo arrastrado; pero tú ibas llevando un ritmo
propio con tal gracia que eras capaz de imantar cualquier tipo de influencia
sin que te polarizara. No pasaba un día sin que aprendiera de ti lo mucho que valía
la pena estar vivo, a pesar del costo. No pasaba un día en el que no te viera entregándote
por completo a ese preciso momento que estabas viviendo. Me maravillaba intentando contar el total de personas que tu corazón calentaba y nunca he tenido más celos que entonces. No fue extraño
para mí, después de ti, asumir la obligación de confiar y es sobre eso que
quiero ser claro. Tal vez nosotros nos olvidamos rápidamente del modo en el que
tú solías llevar el ritmo; pero no basta, para que dejes de bailar. El mundo se
siente abarrotado, hay tanto con nada y tantísima gente queriéndolo todo… uno
ve salir sudor de las paredes, de las calles, de los semáforos agobiados. Las salas
de urgencia suscriben la mortalidad y la fe en frenesí… uno siente cómo su propio
ser se despoja de cualquier idea de libertad y sin siquiera enfocar te ves ir detrás
a una larga fila de impaciencia. Te dicen que es ridículo hablar de amor y así lo parece. Sentarse en la
buena ventura que supone compartir un instante sin pensar en su importancia
o durabilidad se toma como un fraude. Sí, es infantil, no es fiable negar la realidad construyendo un
metro cuadrado con apenas una chispa de la imaginación e ingenuidad de peces. No
somos más aquellos que fuimos y si hicimos algún bien se suplantó por lo que
queda de nosotros y no, tampoco digo que yo pueda consolar a nadie de eso; pero
a ti te lo debo. Escuchamos más canciones de las que estoy seguro apenas unos
cuantos nos podrían competir al respecto ¡Y las cantamos! Hicimos kilómetros
como para que a nadie más se le ocurra pintar una frontera. Fuimos confidentes,
¡carajo! Y sí, no todo ha salido bien. Justamente por eso te lo agradezco, a pesar del costo. Nos resta belleza nuestra hipocondría y
nos empobrece nuestra colección de despilfarros. Sin embargo lo ridículo es
urgente ahora, hermano. Hablar de amor, de amor sin fauces de ballenas, de un
amor que va en la vida a manera de un tuétano y ya está. No hay más que hacer. Los colectivos
se rompieron, los taxis se rompieron, las antenas se rompieron, las
revoluciones se rompieron, los amantes se rompieron, las madrugadas se rompieron, nuestros zapatos se
rompieron; pero toda esa explosión también rompió las jaulas y candados,
hermano. No lo pudimos ver con claridad porque había humo y desesperación y
dolor por todas partes. La confusión no va a pararse y lo comprendo. El
cansancio y la decepción que nos produce que entonces, cuando no podemos más,
nadie venga, eso sigue aquí; pero qué importa. Por ridículo que suene, viniendo
de mí, es fundamental resistir en la esperanza. Calmaremos esta sed alguna vez
y parecerá que hemos enloquecido por beber agua del mar. Sencillamente será que
conseguimos que en nosotros agua y sal no sea veneno sino un modo de vivir. Volviendo a ser ridiculos sin pensarlo mucho.
Omar Alej.
Comentarios