Retorica.

 

"Hay casas en las que se vive. Hay casas que viven. Por sí mismas. Al margen de las personas. Casas donde hay de todo (todo, salvo las personas). Casas que han vivido tanto (...) que simplemente continúan viviendo. Como un libro que ya no necesita de su autor, ni de sus lectores"

Natalia Goncharova, retrato de una pintora. Marina Tsvietáieva



 

Le di la espalda al acantilado ¿Cuánto tiempo puede pasar un hombre mirando un perímetro de rocas que contiene a un vacío desigual? Es una pregunta retórica. Además los acantilados son todos iguales. Todavía no conozco a nadie que me haya contado que estaba por comprar un acantilado. De entre todas las cosas que una persona ambiciosa podría querer poseer ¿qué pasa con los acantilados? Me lo pregunté mientras lo observaba sin babear, sin emocionarme, sin pedir algún deseo, más bien con una picazón en los ojos y abanicando mosquitos imaginarios producto del fervor de la resaca. Lo miserable que es tener que contextualizar esto, lo pedante que resulta que una historia inverosímil te lleve a escribir un absurdo cuento; pero el acantilado me siguió. Era como si estuviera atado a mi zapato, se iba desgarrando de sí mismo como una herida que se extendía, o una bragueta al abrirse, para seguirme ¿Por qué a mí? Tarde o temprano uno aprende que esa también es una pregunta retórica. Eso es lo más común que pasa con el tiempo; pero muchos lo toman como si fueran acontecimientos reseñables o únicos en su especie. En el futuro cuando alguien diga que un acantilado lo ha seguido se tomará literalmente y no habrá necesidad de este tipo de escarceos literarios. Cuando esto pasó, porque pasó, me sorprendió no mostrarme sorprendido. Anteriormente bajo el efecto de alguna sustancia había padecido situaciones extraordinarias y hasta dolorosas,  que extrañamente había tomado con absoluta normalidad. En este caso no era el caso. Además de la resaca no me encontraba en ningún tipo de estado alterado. Hubiese podido lavar los platos, cantar boleros o desarmar el televisor, para analizar su contenido. Sin embargo elegí salir a caminar sin dirección y fue que llegué hasta él. No soy muy dado a salir de casa, apenas llegué a conocer a un par de vecinos y apenas nos dirigimos la palabra, para decirnos “hola” “qué tal” así, no hay “buenos días” ni hay “buenas tardes”. Entiendo que sobra decir nada sobre las “buenas noches”. Reseño todo esto porque no sabía nada de que era vecino de un acantilado. Empecé a andar y cuando levanté la vista ahí estaba ¿Cuánto tiempo llevaba andando? ¿A qué distancia de mi departamento está el acantilado? Sí, son preguntas retoricas. 

Recuerdo que en Tijuana escuché hablar de eventos similares; pero no era que la tierra te siguiera hasta devorarte. Se contaba que algunas personas habían intentado cruzar la frontera y volvían de intentarlo, con la frontera habiéndolos cruzado a ellos. Asumo que no debería mencionarlo porque cuando lo escuché me pareció una rotunda estupidez. También admito que lo que más disfruto de ser humano es que por descarte estoy encadenado a la incoherencia, a la contradicción y la imperfección más genuina. No recuerdo cuantos pasos di antes de notar que el acantilado venía detrás de mí. No creo que hayan sido más de tres o cuatro, soy la típica persona que apenas ha avanzado se gira a ver lo que se queda atrás. Notemos que por puro instinto soy humilde, la típica persona pretenciosa hubiese dicho “lo que he dejado atrás”, por favor. Caigo en cuenta en lo que implica escribir un relato. En primera instancia –me parece, el  relato debería ser constante y no abandonar la medular del mismo. Ese es el talento de un buen cuentacuentos; pero me doy por descontado: no soy un buen cuentacuentos. Soy, como mucho, un observador engreído y ni siquiera es lo mismo que ser pretencioso o ambicioso. Lo mío es tratar de activar como gran evento un evento insignificante, ya sea un tropiezo o una bala perdida que me roza en el cuello. Entonces un acantilado que anda no pasa por un filtro crítico, si me planteo contarlo, por más que me haya causado ninguna sorpresa. Me detuve y lo vi detrás mío como si yo no me hubiera movido de sitio. Como en las series de dibujos animados di un paso y al darlo giré de regreso muy a prisa. Me detuve e intentando que no notara que yo lo notaba, confirmé que venía detrás de mí. Podría parecer inquietante ¿Qué quiere un acantilado siguiendo a una persona a la que no le sorprende que lo persiga un acantilado? Por supuesto que se trata de una pregunta retórica. Su conducta, debo decirlo, era sumamente sutil. No se imaginen, queridas lectoras y queridos lectores, que lo hacía para alcanzarme. Su avance no era una dentellada, para tragarme. Si hubiese ido en cuatro patas, peludo, con gesto descuidado, olor a perro, olfateando y luciendo tranquilo, hubiese pensado que se trataba de un perro en busca de un amiguete. Sin embargo no hubiese sido posible ahuyentarle ni dedicarle alguna caricia que le desorientara sobre mis intenciones. Seguí, no sé hasta dónde; pero encontré un estanco en el que vendían cigarros y revistas y preservativos. Compré un cigarrillo, lo encendí y mientras fumaba ojeé una revista; preservativos no compré porque la idea de follar me ponía de los nervios. Haber comprado una funda me hubiera sugestionado a sentirme marginado. Encima la revista que estaba ojeando tenía en la portada una fotografía de una familia convencional. El acantilado estaba ahí, no lo hice; pero si hubiese puesto un poco de agua cerca seguramente se hubiese derramado en su interior. El dependiente del estanco asomó la cabeza fuera del aparador e hizo ese gesto que socialmente se interpreta como “y este qué” “viene conmigo” le respondí. En ese momento se me ocurrió ¿El acantilado regresaría a su sitio original si mis pasos andaban contra él o me dejaría caer a su abismo? Y esa, no es una pregunta retórica. Terminé de fumar, incluso tiré la colilla al acantilado y devolví la revista al aparador, mi primer paso fue de frente hacia él; pero no se movió, hice el amago de seguir y supe que me dejaría caer. 

Pues bien. Aquel día no pensaba en desarrollar ningún tipo de excentricidad suicida. Continué con nuestro acuerdo tácito y tomé rumbo, para otra parte que no significara caer  en picada. Quizá no haya quedado del todo claro o quizá no lo haya dicho, el punto es que yo disfrutaba con eso. Todo a nuestro paso iba cayendo a su interior. Para cuando fui consciente del poder que tenía ya había devorado al menos cuatro cuadras. Como en la canción en la que Joaquín Sabina encuentra a su mujer con otro tipo y cree que esa será su primera orgía, yo también lo dije “esta es la mía”. Empecé a buscar en google rutas convenientes por las cuales ir, para hacerle un bien a la comunidad, me sentía una especie de justiciero. El problema es que al mismo tiempo me tendría que llevar de por medio cosas que quizá no lo merecían ¿Dónde queda el bien común? Acá hemos vuelto a las preguntas retoricas. Si pensaba en llevar al acantilado una prisión de máxima seguridad, en el camino me encontraba con que había un hospital con todo un piso dedicado al tratamiento de cáncer en la sangre, en niños. Si quería hacer caer a una iglesia, en la que era por todos sabido que había un cura pedófilo, resultaba que la iglesia era vecina de un bar con un servicio prestado por excelentes camareros. Nunca antes en la historia de la humanidad había sido tan complejo dilema decidir qué hacer con un acantilado. Desistí de encontrar en mí la respuesta y volví a mirar  en su interior. Era obvio que no le constituía ninguna alegría lo que había devorado. Su insatisfacción era tal que no guardaba ningún resto de nada de lo que había sido alcanzado. Me sentí triste por él. En una persona hubiese sido una tragedia tomar tanto sin ningún sentido. Si un ser humano, tan solo por ser humano, hubiese ejercido su naturaleza nada más que para justificar su naturaleza lo hubiésemos advertido de algún modo. Se me vino a la mente la fábula del alacrán y la rana; pero a mi esas cosas siempre se me olvidan, así que no supe encontrar la relación entre una cosa y la otra. No podía seguir avanzando, estaba entre el acantilado y una calle en la que hay una residencia, para adultos mayores. Pensé en llamar, para saber el número exacto de ancianos que había; pero no haría ninguna diferencia. De cualquier manera me hubiera sentido responsable por los abuelitos y abuelitas que no estuvieran en ese momento en la casa de pensión. Pasé el resto de la tarde ahí, detenido, pensando qué hacer. No soy escrupuloso, lo sé, no era cuestión de ética, tampoco. Sí, lo que pensaba era como beneficiarme de aquello. Toda la falta de ambición de la que hasta ese momento había hecho alarde se me volvió en contra. Un hombre sin propósito no sabe qué hacer cuando tiene una ventaja ¿podría haberle cedido aquel acantilado a alguien más? No lo sé. Decida usted si esa es una pregunta retórica. Lo seguiría pensando; pero los acantilados en algún momento pierden la paciencia y van por ti aunque tú no saltes ni avances. Mi cuento lo estoy escribiendo bajo un montón de restos que el acantilado me sigue echando encima; pero desde la superficie nadie nos ve. Sobra decir que ya no me hace pensar en ningún tipo de entusiasmo canino. Más bien en preguntas de las que no se espera una respuesta. 

Ojo, todo este relato es una analogía. Desde que salí de casa ya estaba dentro del acantilado. Lo que pasa es que veo a otros caer y me pareció irónico contarlo. De ahí todo el cuento ese de un acantilado que nos persigue, queridas lectoras y queridos lectores.

Omar Alej. 



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